La
despedida en mi último artículo fue un poco ambigua. La verdad es, que estaba un poco cansado: el
tema profesional que había venido desarrollando estaba completamente agotado ya
que por activa y por pasiva le había dado mil vueltas a todas mis idas y
venidas durante los años que estuve pisando la cubierta de un barco.
Coincidía
que asuntos familiares me tenían un poco preocupado y con la moral bastante
baja, ello hizo que dijera adiós sin tener noción de cuándo volvería a tener la
ocasión de aparecer nuevamente por el blog.
Hace
prácticamente cinco años que mi esposa y yo vivimos en una residencia. No es
una residencia a la vieja usanza, donde cogen a los residentes y los sientan en
el Salón alrededor de la tele desde por la mañana y al que intenta moverse lo
amarran a la silla, no, las cosas han cambiado un poco y ahora lo llaman
Residencial. La diferencia es bien grande porque aquí todavía somos libres de
hacer lo que queramos, de acuerdo con nuestras posibilidades. Cada cual vive en
su apartamento y puede hacer lo que se le apetezca. Nos encontramos muy bien,
prácticamente como en nuestra propia casa siempre y cuando sea uno un poco
conformista. Hace diez años aproximadamente, a la vista del panorama de nuestra
situación familiar, toda la familia desperdigada y a bastante distancia,
decidimos libremente escoger este modo de vida.
Muchos
amigos nos dicen que ya estamos en nuestra última morada, más o menos es lo que
pensamos nosotros, pero como la sociedad ha cambiado tantísimo y está montada
de diferente forma, pienso que aún nos queda pasar por el tanatorio, esa sí
será la última, donde los amigos que aún se encuentren en condiciones podrán
venir para darnos el último adiós si lo desean. Y después como ya es costumbre
al QUEMAERO, este sistema relativamente nuevo que sirve de entrenamiento para
los que estemos condenados al infierno, ya llegamos tostaditos y sin problemas
de quemarnos y además se cumple el dicho de “un polvo eres y en polvo te has de
convertir” de una forma efectiva.
Nuestra
residencia tiene además una gran ventaja, estamos justo a diez minutos andando
del cementerio, y con las veces que hemos hecho el camino acompañando a otros
que tenían más prisa que nosotros por
abandonar este valle de lagrimas, nos conocemos el camino con los ojos
cerrados, pienso que no tendremos ningún problema en el momento de tener que
hacerlo por nosotros mismos y no precisamente el de Santiago.
Bueno,
siguiendo un poco con la residencia. No sé exactamente si será cuestión del
Ayuntamiento o de la Diputación, el caso es, que el año anterior y el actual
nos están dando unos cursillos que se llaman de “memoria”, para que no perdamos
lo poco que aun pueda quedar en nuestro disco duro personal, son unos cursos dedicados
a la tercera edad, los de la cuarta ya no tienen remedio. Yo de momento no
tengo muchos problemas para resolver los problemas que nos plantea el profesor,
que durante hora y media nos atiborra de números y más números y al mismo tiempo nos explica la mejor forma
para recordarlos. Insiste que repetir los números una y otra vez no conduce a
nada e intenta darnos reglas nemotécnicas para conseguirlo. Yo discrepo un poco
con él porque justamente el día antes de comenzar el cursillo me hice un auto
examen y comprobé que aun recordaba el 90% de los nombres que figuraban en la
lista de tripulantes del barco en el cual embarque en el año 1952, no solamente
recuerdo sus nombres, sino también sus caras, como si los estuviera viendo en
este momento. Aunque debo reconocer que el numero de listas de tripulantes que
tuve que hacer durante los dos años que permanecí como Alumno fueron
muchísimas. Este ejercicio de memoria me ha hecho pensar que todo cuanto he
narrado en artículos anteriores, que estaba relacionado con mi vida profesional
se ha limitado a contar los barcos, las rutas que hacíamos, los cargamentos que
llevábamos y alguna que otra anécdota y para de contar.
Pero
pensándolo bien, los barcos sean de hierro o de madera, no son cascos vacios
que van a la deriva. Están llenos de personas, de vidas humanas, bien sean
tripulantes o pasajeros y atendiendo a los tripulantes, se puede decir sin
lugar a duda que forman una familia, una familia rara, en efecto, ya que cada
cual es hijo de diferentes padres y si se le añade que son de diferentes
regiones de España, resulta que se le añade más salsa a cotarro y la familia
resulta aun mucho más rara, pero familia al fin y al cabo que tienen que
convivir durante largos espacios de tiempo bajos el mismo techo con el inconveniente
añadido que son las 24 horas del día seguidas.
Esto me ha
inducido a pensar que aún hay posibilidad de contar muchas cosas sobre los
barcos, sobre las personas que los tripulan
y la vida que se hace en ellos dependiendo a qué se dedican, anécdotas,
recuerdos alegres y tristes que se me puedan ir llegando a la memoria de tantas
personas con las cuales he convivido a lo largo de tantos años de profesión. A partir de aquí, mis narraciones van
dirigidas a todas las personas que tienen deseos de saber cómo se desarrolla la
vida a bordo de un buque mercante, no solamente a los profesionales que suelen
leer el blog, ya que para ellos todo esto es más que conocido. Deseo también
añadir que mi experiencia profesional abarca desde los años cincuenta hasta los
noventa (prácticamente) del siglo pasado y que la vida en los buques ha
cambiado tanto o más que la vida que se hace en tierra, debido naturalmente a
las nuevas tecnologías.
Comienzo
por mi primer embarque a bordo del vapor “NORTE”. Las peripecias que pasé para
poder embarcar ya las conté a su debido tiempo. Sobre este tema me falta por
decir que la primera persona con quien me topé en la cubierta del Norte, fue al
1er Oficial, D. José Agredano González, un andaluz de Peñarroya. Él fue quien
me puso al corriente de todos los pasos que tenía que dar en la Comandancia de
Marina para poder lograr que me embarcasen. Pienso que como era el único
andaluz que se encontraba a bordo, deseaba tener compañía. Resultó ser muy buena persona a
pesar de su aspecto de hombre rudo debido a su enorme corpulencia. De él
recuerdo que estaba obsesionado con el barómetro, se pasaba las guardias
dándole golpecitos para ver la tendencia que tenía de subir o bajar. Solía
darme muchas explicaciones sobre las conclusiones que se sacaban de las
observaciones del barómetro. Permanecimos juntos varios meses ya que lo
llamaron de la Compañía ELcano para embarcar de 2º Oficial, de él solo puedo decir que hicimos una buena
amistad.
El Capitán,
D. Joaquín Palacios Badiola, natural de Elanchove, hombre muy serio y retraído
hasta que el tiempo limó las asperezas de mi embarque obligado por la
Comandancia de Marina. Con él tuve que
verme por primera vez en el Despacho de Buques de la Comandancia, ya que
alegaba que tenía la plaza de alumno comprometida a la llegada al norte, pero
el encargado del Despacho hizo caso omiso y le obligaron a embarcarme. Las
represalias que yo temía nunca llegaron a producirse y pronto dio signos de
buena voluntad aunque su carácter serio nunca cambió porque era innato en él,
eso no fue obstáculo para que pronto llegásemos a estimarnos. Su fuerte era la
mitología y disfrutaba como un enano dando explicaciones de cada punto de la
costa que conocía y que tenía alguna relación con la misma. Infinidad de veces
tuve que escuchar la historia de las Torres de Hércules cuando pasábamos por el
Estrecho o lo de la mesa de Roldan y la
tajada de Roldan cuando pasaba por Almería.
En contra suya, profesionalmente hablando, tengo que decir que jamás le vi
hacer una situación que no fuera con una observación de una tangente Johnson
del sol por la mañana y la meridiana correspondiente al mediodía, la palabra
“condiciones favorables” no entraban en su mollera y otras clases de
observaciones tampoco. Siempre solía observar entre Finisterre y las islas Berlingas porque
quería darles un resguardo más que prudente, jamás pasaba por dentro, sabía muy
bien que el barco que mandaba era un barco viejo, 64 años en 1952, y que no
poseía ningún sistema de ayuda a la navegación, ni gonio, ni sonda, ni nada de
nada. El tiempo que estuve navegando con él, pienso que siempre tomó las
decisiones justas en el momento oportuno.
Siguiendo
con el personal le toca el turno al 2º Oficial. D. Arturo Raich LLuch, un
pedazo de catalán de 100 kilos natural de Santa Coloma, una calculadora
viviente. Solía hacer de un tirón la nómina (lo que llamábamos la sabana por su
amplitud) sin el menor error en las múltiples columnas que había que sumar u
cuadrar al final de la misma. Como hacía la primera guardia de 00h a 04 h, y por aquella época en los barcos se solía
comer a las 10 de mañana, siempre estaba a falta de sueño. Era una persona sin
muchas aspiraciones, en las múltiples ocasiones que tuvo de pasar a cubrir la
plaza de 1er Oficial, nunca quiso aceptarlas porque según él no quería tener
más responsabilidades. Se comprometió con una avilesina y cambió de compañía
cuando tuvo la oportunidad. Embarcó en el “Monte Conté” que había sido
adquirido recientemente por una empresa asturiana. Navegamos juntos aproximadamente
dos años y guardo buenos recuerdos de él.
Continuo
con el “CHISPA”, apodo con el cual se designaban a los oficiales
radiotelegrafistas. El nuestro se llamaba D. Alberto García, de unos cincuenta
y tantos años, un tipo muy peculiar, aunque no recuerdo de dónde era, sí que
vivía en León y por consiguiente cada vez que llegábamos a Gijón ó a Avilés
desaparecía del barco, porque oficialmente las estaciones de radio durante la
estancia en puerto debían quedar precintadas y por lo tanto la labor del chispa
era nula. Tenía dos hijas casaderas de las cuales hacía bastante publicidad, en
vano, porque no eran muy agraciadas. La mejor forma que se me ocurre para
definir su persona es contar que tenía hecho un trato con el mayordomo que
consistía en cambiar la pieza de postre por un último vaso de vino. Su
intención era montar una granja avícola, para lo cual se dedicaba a comprar
polluelos cada vez que íbamos a Tarragona y los llevaba a su casa cuando
llegábamos al norte. Los polluelos iban en el camarote y como la estación de
radio también estaba integrada en el camarote, pienso que tendría algún
problema que otro para atender las señales de radio que se mezclaban con el
jolgorio de los pollitos que no paraban de piar en todo el santo día.
He
querido dejar al 3er Oficial para presentarlo en último lugar. D. Pedro
Rodríguez. Me costará trabajo sentimentalmente hablar de él, ya que después de
estar juntos ocho años se crean unos lazos que sobrepasan la amistad. La
primera vez que lo vi pensé que estaba drogado pero me equivoqué. Padecía una
enfermedad: Anemia Perniciosa que le
hacía perder cierta estabilidad y cuando no tomaba su medicación su
comportamiento era titubeante. Pero cuando salía a tierra y tomaba unas
pastillas que le enviaban de EE.UU. y
creo recordar que se llamaban “forviten”, le hacían el mismo efecto que
a Popeye las espinacas. Era un punto filipino. Lo de filipino era natural
porque su padre había sido diplomático en Filipinas y contrajo matrimonio con
una nativa y él tenía los rasgos asiáticos como corresponde, podría estar
emparentado con la famosa Preysler por su apariencia física. Lo de punto es
otro cantar, le gustaba torear en todas las plazas, sin importarle si eran de
primera o de cuarta. Precisamente cuando yo embarqué le habían dado una cornada
de las buenas, los catorce millones de penicilina que había en el botiquín se
los consumió él solito. Para mí fue un estreno como practicante que nunca
olvidaré.
Todo
el tiempo que estuve de Alumno hice las guardias con él porque entre los muchos
achaques que tenía, uno de ellos era que no veía bien y el Capitán no quería
que hiciera las guardias solo. El se mantenía sentado en un rincón del puente
mientras yo iba de un lado para otro y lo mantenía informado de las luces que
se veían, subía a la Magistral para tomar la corrección total, marcaba los
faros si navegábamos cerca de la costa, en resumidas cuentas, él me enseñó a
comportarme y me dio las lecciones
prácticas de cómo se debe actuar en un puente de mando.
Con
esta narración voy a terminar mi capítulo de hoy porque hay que dejar algo para
el tema siguiente que seguiré tratando de la familia que formábamos en el
Norte. De los problemas que surgen a diario en un barco y de lo complejo que
resulta formar una familia de tantos padres diferentes como dije en su momento.
Un
saludo y hasta la próxima.
Capitán A. de
Bonis
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