Después de mi
último artículo AMERICA TEMA CUATRO, debido
a circunstancias familiares relativas a la edad que nos ha tocado vivir, porque
a ella hemos llegado, gracias a Dios y a los fármacos que nos proporciona la Seguridad
Social, tenía pensado, por lo menos tomarme un respiro en cuanto a mis artículos
en el blog se refiere, ya que verdad es
que muy pocas cosas de mi vida profesional han quedado sin contar entre el
libro MIL AÑOS DE MAR y los diferentes artículos aparecidos posteriormente,
posiblemente con temas bastantes reiterativos. Pero ha ocurrido un detalle,
para mí bastante importante, que me está dando muchísimas vueltas en la cabeza
y me gustaría escribir sobre el tema de la amistad. Naturalmente como esto no
tiene absolutamente nada que ver como temas náuticos ni del Círculo, lo primero
que tengo que hacer es pedirle permiso a mi amigo Carlos, administrador del
blog, por si a bien lo tiene concederme un espacio para escribir sobre el
epígrafe anunciado.
Comienzo: Hace
algunos días estaba yo en mi apartamento de la residencia donde actualmente
vivo en el Puerto de la Torre, cuando suena el teléfono y desde la centralita
me avisan que hay dos señores que preguntan por mí y que desearían verme. Al
decirme el nombre de las personas se me encendió una lucecita y yo mismo me
pregunté: ¿cómo era posible?. Bajé lo más rápido posible a la recepción y allí
me encontré con dos personas, los hermanos Garcés, el mayor con 89 años y el
menor -al igual que yo- con 82, a los que hacía aproximadamente 63 años que no
veía. Al mayor me fue difícil reconocerlo físicamente (no así su nombre ni su apodo:”Pepichi”);
con el menor no tuve ninguna dificultad. Ese grato encuentro nos tuvo
entretenidos más de una hora hablando de tiempos pasados y con la promesa de
volver a encontrarnos junto con más amigos de aquellos tiempos remotos, ya que
ellos estaban empeñados en conseguir esa reunión y por mi parte no existe
ningún inconveniente siempre y cuando las circunstancias lo hagan posible.
Casualmente,
el día 16 de Enero vino a la Residencia un cantautor llamado Joaquín Lanza a
darnos un concierto. Entre sus temas tenía uno que a mí me hizo soltar alguna
lagrimita. Con la ayuda de su guitarra fue declamando un poema sobre la
amistad, sobre las amistades de nuestra niñez que él denominaba “Amigos del Alma”,
y eso es en definitiva lo que me ha hecho volver a tomar el boli con la
intención de escribir sobre esa amistad tan entrañable. Sé que me costará
trabajo, no por no recordar sino por todo lo contrario, por recordar muchísimas
cosas que cuando se me vienen a la memoria se hace un nudo en la garganta.
Todas las
personas que en mi pensamiento entran en esta especie de memoria vivíamos en la
Plaza del Teatro y sus alrededores, yo nací allí en el año 1933, en el nº 1, y
los demás con alguna diferencia de edad.
La Plaza del Teatro es una zona céntrica de Málaga
bien conocida por los malagueños, en la actualidad nada tiene que ver con lo
que era en los años 30 al 50: en primer lugar ha desaparecido el Cine-Teatro
Principal que le daba nombre a la plaza. La Guerra Civil española dejó bastante
tocada la zona a causa de su proximidad
a la iglesia de Los Santos Mártires, ya que los continuos bombardeos intentando
hacer diana en la iglesia, derribaron muchísimos edificios de la cercanía y
quedaron muchos solares completamente desechos colindantes con la plaza, que
nosotros llamábamos “derribos”. Esos
espacios eran los que los chavales de aquella época utilizábamos para jugar, al
igual que la plazoleta al norte de la Plaza, dónde hoy día existe un enorme
ficus, antes del ficus había un jardincillo y anterior al jardincillo había un
urinario publico que nosotros llamábamos “el meaero”, así sin más... Los dos
edificios más emblemáticos de la Plaza eran dos casonas cuyas fachadas
principal daban justamente al Teatro, separadas ambas por un callejón llamado Alcántara. Estos dos edificios
albergaban las suficientes familias como para formar un ejército ya que se
extendían por toda la calle Tejón y Rodríguez hasta el muro de San Julián. Toda
la chiquillería que vivían en estas dos casonas más las que provenían de calle
Álamos, Carretería, Beatas y alrededores éramos los niños de la Plaza del
Teatro.
La primera conciencia que yo guardo en mi memoria de
aquella época, es ver a un amigo cómo intentaba desmantelar un trozo de bomba
de las arrojadas en las proximidades de la iglesia. Otro recuerdo imborrable es
que, cuando sonaban los aviones, no sé por qué, nos íbamos todos a refugiar al
despacho de un abogado que había en la planta baja de mi propia casa. El
abogado vivía en el primer piso pero había huido con su familia y su casa
estaba habitada por una familia de milicianos. Allí nos acurrucábamos unos
contra otros, posiblemente para quitarnos el miedo hasta que pasaba el peligro
de los bombardeos.
Como es fácil
imaginar, en aquellos tiempos los niños no tenían a su alcance para poder jugar
los medios que actualmente poseen, todo de cuanto disponíamos era de pelotas de
trapos hechas por nosotros mismos y por consiguiente jugar al futbol era
nuestra única y máxima aspiración y a ello nos dedicábamos en cuerpo y alma en
nuestros ratos libres después de las obligaciones escolares. Tanto al mediodía
como por las tardes una vez que dejábamos los libros en casa nos reuníamos en
la plazoleta y dale que te pego a la pelota. En aquella época no había apenas
circulación rodada y de lo único que nos teníamos que preocupar era de no romper los cristales de las casas vecinas y
de dar la voz de alarma cuando aparecían los perrillas (guardias municipales), en
ese caso todos salíamos de estampida
para no ser atrapados ya que estaba prohibido jugar a la pelota en medio
de la calle, corríamos como gamos y desaparecíamos de la plazoleta una media
hora, el tiempo suficiente para que todo hubiese vuelto a la normalidad. Pienso
que ya en aquella época se había implantado la corrupción. Me explico: Si algún
perrilla tenía “la suerte” de atrapar a un pelotero, lo solían llevar a su
domicilio y mediante el pago de cinco pesetitas de multa te decían que te
podías ir, sin previa firma de recibo alguno, todo para “la buchaca”...
Fachada del Teatro Principal
La calle
Alcántara que era peatonal, la teníamos toda dibujada con tiza, como si fueran
parcelas que en realidad figuraban como campos de futbol, donde solíamos jugar
con chapas de las botellas, a las cuales le pegábamos las caras de los
jugadores que ya vendían en tiras de los diferentes equipos en los kioscos de
golosinas. Allí salíamos hacer campeonatos y había verdaderos artífices que
preparaban las chapas de tal forma que metían más goles que Leo Messi, dándole
un fuerte impulso a los garbanzos que hacían las veces de balones, cuanto más
redonditos eran los garbanzos, mejor que mejor. Estas eran nuestras
distracciones preferidas y cuando no jugábamos al futbol o al futbol-chapa,
mala cosa, estábamos ideando diabluras, la verdad sea dicha es que éramos un
poco golfillos. Entre las diabluras voy a mencionar algunas: El gallinero del
Teatro Principal costaba en aquella época 25 céntimos, solían poner películas
mudas y en la puerta del cine habían puestecitos donde vendían chucherías,
entre esas golosinas estaban las “almecinas” que te las daban con un canuto de
caña que hacía las veces de cerbatana.
Pues nuestro entretenimiento consistía en acribillar con los huesos de las
almecinas al público que se encontraba en el patio de butacas. Hasta tal punto
que tenían que poner acomodadores para vigilar nuestros desmanes.
Interior del Teatro Principal
Recuerdo
igualmente que delante de la puerta de mi casa existía una parada de coches de
caballos, prácticamente era el único sistema de transporte que había en la
ciudad a parte del tranvía. Pues una de las gamberradas consistía en meter la
mano en los morrales que tenían los caballos para comer y sacarles las
algarrobas, mientras los cocheros estaban animadamente conversando en el bar
que existía junto a la parada. También en ciertas ocasiones soliamos retarnos
con pandillas de otras zonas de Málaga para pelearnos a puñetazos limpios. En
fin, quien lea todo esto podrá pensar que de golfillos, nada, golfos y muy
golfos. Pues bien, puedo asegurar que de todos esos, todos han terminado como
se suele decir siendo hombres de provecho, la única explicación posible que
encuentro es que en aquella época no estábamos encerrados viendo el televisor y
nuestra única distracción era la calle.
No quiero
decir nombres porque la lista sería interminable, pero me cuesta no hacerlo,
muchos, muchísimos ya no se encuentran entre nosotros y hay tres que los podría
considerar como hermanos. Todo esto que acabo de narrar lo viví hasta la edad de 16 años en que
desaparecí de la Plaza del Teatro para desplazarme a Sevilla donde continué con
mis estudios de Náutica. Después empecé a navegar y desaparecí del barrio para
recorrer medio mundo. Otros hicieron otro tanto por cuestión de trabajo o
estudios, pero siempre han quedado muy dentro de mí esos imborrables recuerdos
de la niñez, de los amigos de entonces, de los AMIGOS DEL ALMA, y prueba de
cuanto he escrito es que mañana nos vamos a reunir después de 65 años los pocos
que quedamos de aquella época para recordar sin duda muchas de aquellas
fechorías en la que solo teníamos una
pelota de trapo para pasar el rato y mucha imaginación. Con mi recuerdo para
los que ya no puedan acudir a esta cita, estén donde estén, siempre estarán en
mi corazón.
Y efectivamente,
nos reunimos en un restaurante cercano a mi nueva vivienda, cuestión de
movilidad. Éramos muy pocos, muchos menos de los que yo esperaba porque por lo
visto a pesar de la buena voluntad ya nadie está para muchos trotes ya que
todos hemos rebasado la edad de los ochenta. Pero lo pasamos bien, echamos un
buen rato y comimos lo que ya no nos quieren dar en nuestras casas por orden facultativa. Uno de
ellos traía una cartera de ministro con todos los diagnósticos médicos de las
enfermedades que padecía. Se habló más de enfermedades que de otra cosa. El
camarero que nos atendió, viejo conocido mío, con mucha guasa en el momento de
despedirnos finalizó la jornada haciéndonos reír. Nos espetó: CHAVALES Y AHORA
QUÉ, ¿A LA DISCOTECA?.
Hasta siempre.
Arturo de Bonis