martes, 5 de mayo de 2020

Recuerdos de Rogelio Garcés Galindo, Capitán de la Marina Mercante, Master Mariner y Comisarío de Averías


CAPÍTULO  XXXVIII

BUQUE  “CASTILLO DE MONTERREY”  -  7to.  EMBARQUE


Otra vez me mandaron al ‘Castillo de Monterrey’. Embarqué en Barcelona y desembarqué en Valencia, con cemento para USA y grano para España.


Una vez terminamos la descarga en Barcelona, salimos para Valencia y a la llegada tuvimos una ‘reunión de altos vuelos’, con los jefes de Valenciana de Cementos y los de Elcano.

Los de Valenciana aseguraban que Rinker se había quejado de que parte del cemento blanco les estaba llegando contaminado de gris.

Me vino entonces a la memoria el consejo que le dí a los otros capitanes: tirar al mar unas treinta toneladas de cemento blanco antes de llegar y, así, limpiar la línea para evitar este problema.

Con todas las personas que estaban en la reunión fui a la bodega uno,  donde tuve que escuchar un gran cantidad de tonterías enormes sobre la contaminación del cemento; no les iba haciendo caso hasta que uno de los más nuevos de Valenciana, que podía entender de exportación pero no de lo que se estaba tratando, dio una ‘charla magistral’ enseñándonos a todos lo que debíamos hacer.

Aunque no quería entrar en ningún tipo de discusiones, esto me tocó un poco el amor propio y cuando volvimos al camarote del Armador, que era el lugar donde se celebraba la reunión, le dije que su departamento entendía muy poco de exportación de cemento. En principio se quedó con la boca abierta, y al poco me preguntó si yo sabía algo de exportación, le contesté que ‘algo’, pero de lo que estaba seguro es de que sabía muchísimo más que él de barcos y de transporte de mercancías.

Ya que se habían abierto las hostilidades le pregunté si en alguno de los viajes que yo estaba de capitán se había producido alguna queja por contaminación del cemento blanco. Después de comprobar sus apuntes tuvo que reconocer que nunca se habían producido quejas en los viajes que yo estaba de capitán.

Ya que estábamos en ello les comenté cual era mi sistema, explicándoles que, por supuesto, no se producían mermas de carga ni, desde luego, pérdidas para ellos, así que a partir de este momento decidieron embarcar treinta toneladas más de blanco para tirarlo y evitar la contaminación.

Salimos para Port Everglades, y aunque antes no le he comentado, aclaro que siempre que se sale para un puerto de Estados Unidos hay que mandar una Lista de Tripulantes al Consulado americano en España, para que sea visada y se remita al puerto de llegada antes de que el buque arribe, bajo pena de no poder bajar nadie a tierra si no han recibido la lista visada.

Llevábamos muchos viajes en los que Inmigración solía recibir la lista después de haber terminado la descarga, aunque nos lo pasaban por las buenas relaciones que manteníamos, y gracias al Consignatario.

En esta ocasión, el inspector de Inmigración vino muy contento pues le había llegado la lista visada por primera vez a su tiempo, pero cual fue su sorpresa, y la nuestra, al comprobar que no era la lista del Castillo de Monterrey, sino que se trataba de la del Castillo de Almansa, que iba a New Orleans a cargar; las carcajadas fueron mayúsculas, pero nos dejaron salir sin poner pegas.

Este viaje descargamos en Málaga y Valencia. La carga venía para Transcemasa y, como se suele hacer, presenté la Protesta de Mar y tuve que explicar en el Juzgado que era un requisito usual el por qué se presentaba y para qué servía, me costó trabajo pues en principio me mandaron al Juzgado Decano, al final, como es lógico, se hizo en el Juzgado de Guardia, aunque tuve que explicar otra vez lo mismo. Recuerdo que el juez, una señora, me preguntó si había casado a alguien, le dije que no y que en estos tiempos no solían darse esos casos, aunque sí ejercer de juez en cosas muy puntuales.

Aclararé que la Protesta de Mar es un requisito por el que se protege el  capitán y la tripulación de los daños que le hubiesen podido suceder a la carga por efectos del mar y que no pueden achacarse por ser una causa fortuita.

Cuando comenzamos el trabajo observé que el trigo se descargaba directamente al muelle, en lugar de hacerlo a tolvas o a silo, y después, con palas cargadoras a camiones, por lo que al finalizar la jornada quedaba a la intemperie lo que no se había podido cargar.
Presenté una carta de protesta por lo anterior y me dijeron que no me preocupara pues era lo usual en este puerto. Años más tarde pude comprobarlo, pues fui director de una estibadora en Málaga.

Cuando estábamos a punto de salir para Valencia, y en el momento que embarcó el práctico, Juan Mas, observé que un buque que estaba atracado en el muelle dos, se había volcado hacía el muelle y se apoyaba en el mismo; ví también cómo los tripulantes y los estibadores dejaban el barco deprisa. Cargaban sacos de harina y debieron hacer una mala maniobra con el lastre dejándolo sin estabilidad, aunque la suerte fue que volcó hacia el muelle ya que en otro caso habría dado la vuelta.

Salimos para Valencia y allí conocí al dueño de Transcemasa, Fernando Banderas, quién uno de los días me invitó a comer fuera. Durante la comida me comentó que tenía una cuñada que era de Melilla, que siempre le hablaba de su amigo marino, Rogelio; resultó ser Mari Carmen Garnica, de la que fui vecino desde que éramos niños.

Como he contado anteriormente, cuando dejé de navegar fui contratado como director en Opemar, estibadora en el puerto de Málaga, que pertenecía a Transcemasa, Antonio Molina y Garvayo, tres consignatarios de Málaga. Más tarde se unieron Cabeza y Condeminas, y poco tiempo después de esta unión me jubilé, pues había demasiadas diferencias entre ellos y no había día en el que no se planteara un problema entre los socios, así que, después de ‘regalarle’ dos años al Estado, me jubilé a los cincuenta y siete años.





Efectos del huracán Gilbert, en Cancun. Estábamos por Florida y no tuvimos que esquivarlo, ni causó daños por esa zona. De todos los años que pasé por estas tierras solamente en una ocasión tuve que quedarme fondeado unos días en Port Everglades, para dejar pasar un huracán que se dirigía hacía el Golfo de Méjico.

En bastantes ocasiones tuve que sortear algún que otro huracán, una veces esperando y otras corriendo delante de ellos, pero a pesar de los años que pasé en esta zona tuve siempre la suerte de no tener que lidiar de frente con ninguno de ellos, aunque hubieron algunos muy grandes, yo me encontraba por otros lugares y no llegamos a enterarnos.



Esta foto está hecha en el fondeadero de la milla nueve, antes de New Orleans. La particularidad de la imagen es que los barcos están mirando a la desembocadura del río, en lugar de hacerlo al contrario, como sería lo lógico. Hubo un gran problema durante este tiempo de sequía, pues en vez de salir agua dulce hacía el mar, entraba agua salada en el río, y todas las empresas que utilizaban agua dulce del río para enfriar los motores no podían hacerlo. Lo arreglaron poniendo unos diques subterráneos en el río, con lo cual el agua salada más densa se quedaba abajo y permitía que saliera la dulce; lo que no pudieron arreglar fue el calado del río, que era mucho más bajo, y las gabarras que venían desde Canadá se quedaban varadas.


 En el edificio de la izquierda está el Consulado de España y debajo la Plaza de España, donde están representadas todas las provincias españolas. Entre ambos edificios empieza la ‘Canal Street’, la calle más importante, quedando a la derecha el ‘Frech Quarter’, barrio francés magníficamente conservado. 



La foto anterior está tomada mientras dábamos una de las vueltas del río. Parece que es estrecho aunque la verdad es que queda bastante espacio, pero si se pierde el gobierno, fácilmente se puede ir uno a la orilla y quedar embarrancado. Tuve la suerte de que nunca me ocurriera.



Esta imagen está tomada mientras pasábamos frente a New Orleans. El barco que se ve de paletas es una reproducción del ‘Natchez’, en él te daban una vuelta por el río mientras servían una comida o una cena, y una banda amenizaba la travesía.


A la derecha se ve parte de la catedral que, en definitiva, es como una iglesia no muy grande de cualquiera de los pueblos de España. Pero hay que reconocer que todo lo que tiene un poco de historia lo conservan como oro en paño: dos muros, una tumba o cualquier cosa que tenga algunos años, lo conservan, ya sea sudista o confederado. Creo que es una buena idea, pues la historia es la historia y no se debe cambiar, ya que al final siempre aparecerá lo que ha sido parte de nuestra historia y no lo que nos han querido vender de ella, sea del bando que sea y de cualquier tipo de ideas, sobretodo para que las cosas negativas no vuelvan a ocurrir.

Al regreso de este viaje fuimos al norte de España a dejar el grano, parte en La Coruña, otra parte en Bilbao y el resto en Gijón.

María José vino a La Coruña y estuvo a bordo hasta Bilbao, aunque en principio se iba a quedar hasta Gijón. La travesía hasta Bilbao fue muy buena pero una vez allí empezó a entrar mal tiempo y decidió volverse a Málaga, con la idea de que yo fuese en vacaciones, cosa que ocurriría en Gijón. 

El último día tuvimos que parar la descarga, tanto por la lluvia como por el viento, pues el buque empezó a dar unas corridas sobre el muelle de más de treinta metros para proa y popa. Comenzaron a romperse las estachas y los alambres que teníamos dados, y que tuvimos que ir reparando sobre la marcha como pudimos.

Solicité a prácticos que me mandaran uno o dos remolcadores para mantenerme en el muelle sin corridas, o bien que me sacaran, pues delante tenía un barco con explosivos y hubo veces de quedarnos a menos de un par de metros del mismo, me contestaron que no era posible ya que los remolcadores estaban trabajando en el muelle exterior aguantando a un superpetrolero y, por lo tanto, no podían dejarlo.

Menos mal que el maretón fue calmando y pudimos aguantar en el muelle sin provocar ningún incidente ni tener daños. Paro al día siguiente, cuando llamé a la oficina a Madrid y les dije que necesitaba ocho estachas nuevas y cuatro alambres, no se lo creían, por lo que mandaron a Paco Pedraz que pudo comprobar ‘in situ’ cómo teníamos amarrado el barco: estachas y alambres con más remiendos que el trapo de un afilador.

Cuando salimos para Gijón nos cogió una mar de través que, en vez de tardar las ocho horas normales que dura esta travesía, empleamos más de veinticuatro, así que estuvimos viendo la televisión para pasar el tiempo; recuerdo que el sillón se movía con los balances de tal forma que llegábamos a tocar la televisión con las manos para, a continuación, topar el mamparo de enfrente con la parte de atrás del sillón.

Había comprado una iguana y la tenía en un terrario con calefacción, para que no se muriera; durante el viaje solía cogerla, a lo que se había acostumbrado, por lo que cuando alguien se acercaba a cogerla, en cuanrto quedaba libre saltaba y se venía conmigo. Desde Gijón me la llevé a casa, aunque sabía que no iba a tardar mucho en ser ‘deportada’.

Efectivamente, uno de los días que estaba de vacaciones, al volver a casa me encontré con el hueco: la iguana y el terrario habían desaparecido.

Normalmente, el dinero del buque se guarda en la caja fuerte del Capitán, pero el Segundo Oficial es el encargado de dar los anticipos a la tripulación. Para ello se le entregaba una cantidad cuyo resto debía devolver junto a los recibos de los anticipos que habían firmado los tripulantes al recibirlo.

Durante la estancia en Valencia, el Segundo Oficial, Manuel Benítez Ballesta, me pidió trescientas mil pesetas para anticipos.

Una noche, al regresar de dar una vuelta por tierra entré en la oficina, y buscando el libro de carga en los cajones me encontré el sobre con el dinero de los anticipos, en él había mas de doscientas mil pesetas y el resto en recibos firmados.

Me pareció que era un peligro pues no era la primera vez que robaban dinero a bordo, así que cogí el sobre y lo guardé en la caja fuerte.

Salimos a navegar sin que me comentara nada del dinero, por lo que lo dejé en suspenso hasta que decidiera decirme algo.
Dos o tres días después vino a mi despacho y, como es lógico, lo noté preocupado. Me confesó que había perdido el sobre con el dinero y los recibos. Le pregunté que cómo había sucedido y al decírmelo le comenté que no me extrañaba nada, pues era como si lo hubiese dejado a la vista de todos.

Después de un rato abrí la caja fuerte y le pregunté que si ese era el sobre, respiró aliviado mientras le decía que esperaba que le sirviese de experiencia para otras ocasiones, pues esta vez había sido yo, pero seguro que podía haber sido otro y costarle el sueldo del mes.