CAPÍTULO
XLVIII
BUQUE
“CASTILLO DE ALMANSA” - 2do.
EMBARQUE
Ya estábamos, definitivamente, sin bandera española,
como se puede ver en el sello de caucho correspondiente al embarque.
Embarqué de nuevo en el ‘Castillo de Almansa, aunque,
como antes indiqué, ya no navegábamos con la bandera española a popa, sino que
era la de Bahamas.
Tanto el embarque como el desembarque lo hice en San
Ciprian, y esta vez los viajes fueron mas variados. Cargamos bauxita, que
descargamos en San Ciprian, Port Vesme (Italia), Aughinish (Irlanda), siempre
en Port Kamsar (Guinea Conakry), y petcoque para Gijón, en el Golfo de Méjico.
En un momento determinado de una de las descargas
que hicimos en esta campaña, tuvimos que parar porque se desencadenó un
temporal que originaba una corrida del buque sobre el muelle, lo que hacía
imposible que entrara la cuchara de la grúa sin peligro, ya que el buque se
desplazaba de proa a popa con una corrida de más de treinta metros.
Como el temporal fue a más tuve que llamar a los
remolcadores para que le empujasen por el costado exterior del buque, a fin de
parar las corridas sin que se partiesen los cabos de amarre.
El temporal duró un par de días durante los que no
faltó mucho para que los remolcadores tuviesen que marchar a repostar, pues
comenzaron a quedarse sin combustible para el motor principal.
A la salida había sido instalado un aparato para
medir la altura de las olas y, según me comentaron, hubo algunas de catorce
metros de altura. Por el espigón de la izquierda saltaban las olas con tal
fuerza que su contemplación era un verdadero espectáculo.
Dentro del puerto había cuatro pequeños barcos
fondeados que habían entrado de arribada para refugiarse y esperar que pasara
el temporal.
Una de las mañanas que estábamos con el temporal,
Miguel Ángel Lourenzo, director de Alumina-Aluminio, me trajo un fax que me
enviaba el Capitán Marítimo de Burela dándome instrucciones para que abandonara
el puerto y saliese a la mar, para lo que alegaba motivos de seguridad.
Una vez leído le contesté que, si quería, que
viniese él a sacar el buque, que mi mujer, mi perro y yo nos quedábamos en el
muelle. Para que se comprenda un poco la situación: habíamos tenido que quitar
la escala real, con lo que para subir al barco había que hacerlo por el costado
del mar, utilizando una lancha y la escala de prácticos para subir.
Le comenté a Miguel Ángel que con esas olas era una
locura dejar el puerto, ya que la maniobra había que hacerla con poca máquina,
pues enfrente hay un par de islotes que, en el momento que saliésemos, el mar
no permitiría la maniobra por no tener arrancada, y eso si que sería un
peligro.
Horas más tarde vino uno de los Prácticos, quién me
dijo que “menos mal que me había negado”, pues a él también le parecía una
locura salir de puerto con este tiempo pero que él no hubiese podido negarse.
No hubo más comunicaciones de la Capitanía, así que
terminamos la descarga y aquí acabó esta anécdota.
Salimos para Port Kamsar. Mientras estábamos en el
fondeadero interior esperando que terminase un barco del cargadero para pasar
nosotros a cargar, me llamó por el VHF Miguel Ángel Lourenzo, que se encontraba
allí, pidiéndome que diera una cena para una serie de personas que le habían
atendido muy bien durante la visita que había realizado a las instalaciones, ya
que no había ningún lugar donde poder hacerlo.
Le comenté que no había ningún problema y quedamos
para un par de días después, para cenar a bordo, le pregunté que cuántos eran,
respondiéndome que sobre unas diez personas.
El VHF es un sistema de radio que todo el que se
encuentra en el mismo canal puede escuchar la conversación. Me imaginé que,
aunque toda la conversación se había realizado en castellano, lo habrían
escuchado todas las autoridades, por lo que, previniendo que se podían
presentar, ordené que se preparase la cena para unas treinta personas.
Media hora antes de la señalada para la cena,
empezaron a llegar las autoridades con sus correspondientes esposas, y cuando
llegó Miguel Ángel con sus invitados me preguntó que quién los había invitado.
Yo me senté un el centro de la mesa; a mi derecha lo
hicieron todos los invitados ‘negros’ y a mi izquierda los ‘blancos’.
A mi derecha tenía al Alcalde, y a la izquierda al
Ministro de Minas Canadiense.
Una vez cenaron y se tomaron su correspondiente copa
se levantaron y nos quedamos solamente los ‘blancos’.
Se hizo la sobremesa cuando las autoridades locales
se dieron por satisfechas y decidieron que ya estaban llenos. No sé qué
religión profesaban, pero daba lo mismo: comieron de todo lo que se les puso
sin preguntar nada, pues todo les gustaba.
Como dije antes, en este viaje estaba María José a
bordo, y desde que salimos a navegar no dejaba de recordarme que en todos los
puertos que tocásemos tenía que comprar un dedal para una amiga que los
coleccionaba.
No le hice mucho caso, pero insistió tanto que
bajamos a tierra, donde el comercio más grande que encontró fue una mesa de
mala muerte con unos refrescos, jabón y algunas latas de conserva. En vista de
ello desistió de buscar el dedal.
Salimos para Porto Vesme y aquí lo único digno de
mención es la terminación de la descarga. Como el plan de las bodegas había que
barrerlo para sacar toda la carga, y esta tarea era demasiado trabajo para los
estibadores italianos, estos negociaron con los marineros del barco para que la
hicieran ellos.
Todo esto, como es lógico, a través de mí, pero
dejándo que ellos decidieran el dinero que querían cobrar. Así que, con
independencia del dinero que ganaban, salíamos de puerto con las bodegas
limpias, sólo a falta de un pequeño baldeo, evitando así el peligro que supone
a veces abrir las escotillas de las bodegas con mala mar.
Hicimos un viaje al Golfo de Méjico y volvimos a
Gijón. A la vuelta del viaje se puso enfermo un agregado, tenía fiebre y
dolores en la parte derecha del bajo vientre, por lo que supuse que podía
tratarse de apendicitis.
Contacté con el Centro Radiomédico de Madrid; me
pidieron hacerle unas pruebas que confirmaron que era una apendicitis bastante
avanzada.
Nos mandaron dirigirnos al puerto más cercano, en
las Islas Azores, que estaba a más de tres días de navegación. De momento, era
todo lo que se podía hacer, pero como no estaban muy seguros de que pudiese
llegar sin tener más problemas, opté por una segunda solución.
Siempre habíamos pasado el telegrama Amver, era un
formato para el Coast Guard Americano donde se pasaba la entrada y la salida de
puerto, el destino y la carga y, cada tres días, la situación. Esto les servía
para tenernos localizados por si podíamos asistir a algún buque en un momento
determinado, como había sucedido años antes.
Por hacer esto nos prestaban una serie de ayudas,
entre ellas la asistencia médica a los tripulantes en cualquier parte del
mundo.
Actué como decían en sus instrucciones: contacté con
el Coast Guard en New York, informándoles del problema, pero nada más decirle
que era una emergencia médica me pusieron con un persona que hablaba
perfectamente castellano para que pudiese explicarme mejor.
Me pidieron que contactara nuevamente con ellos un
par de horas más tarde. Me indicaron entonces que a las 8 de la mañana del día
siguiente estuviese en una situación determinada, y esperara nuevas
instrucciones.
A la hora indicada estábamos parados, cuando se oyó
el motor de un avión, que apareció y contactó con nosotros para indicarnos que
nos preparásemos para recibir a bordo un equipo médico.
Soltaron unos cuantos paracaídas y comprobamos que
venían dos médicos, dos ayudantes y un quirófano. Había olas de más de cinco
metros, pero debían estar acostumbrados porque lo hicieron todo con mucha
rapidez.
A bordo, instalaron todo en la enfermería, y una vez
reconocido el enfermo me dijeron que pusiese rumbo a Azores, pues de momento no
le operarían. Si fuese necesario –dijeron– lo harían, pero de no ser así
preferían hacerlo en tierra que dispondrían de más medios.
No hizo falta operarle debido a toda la medicación
que le dieron, ya que a bordo no teníamos nada para poder parar la infección
unos días. Otra vez la efectividad en lugar de la burocracia.
A la llegada a Gijón tuvimos que fondear por estar
el muelle ocupado, y como hice siempre, en el exterior, pues prefería no
hacerlo cerca de tierra ya que esta mar no es de fiar.
Había servicio de lancha, y en el relevo de las ocho
de la tarde, Arturo Bertrand, que salía para ir a pasar la noche a casa en
Oviedo, al ir a saltar a la lancha cayó al mar.
Yo estaba en el puente con María José y el Oficial
de Guardia, cuando vi como caía. Reaccioné como un cohete, y aunque al costado
junto a la lancha había dos personas, fui yo quien le tiró el aro salvavidas
que siempre se tiene dispuesto para estos casos, y le retiré de la popa de la
lancha para que no pudiese cogerle la hélice.
Gracias a Dios no pasó nada más que el susto y la
mojadura, así que se cambió y se fue para casa. Poco después empecé a tener
molestias en las palmas de las manos: las tenía con ampollas. Había bajado los
seis pisos desde el puente a la cubierta sin tocar los escalones, sólo
deslizándome sobre los pasamanos.
El siguiente
viaje fuimos a descargar a Aughinish, en la Bahía de Limerick, en Irlanda.
Desde que habíamos dejado atrás las Islas Canarias, tuvimos un tiempo fatal,
sobre todo los dos últimos días: las olas pasaban por encima del buque como
Pedro por su casa.
A la llegada contacté con Prácticos y me dijeron que
no podían salir fuera por el mal tiempo, y que, si quería, que entrara y me
recogerían dentro de la bahía.
Así que para adentro, pues, como siempre he dicho,
los únicos momentos en los que he mandado fueron cuando estaba de Capitán en un
barco, ‘siempre y cuando no estuviese mi mujer’.
Una de las mañanas nos fuimos a Limerick, y a la
vuelta llegamos un poco tarde para la comida y dejamos los pasaportes encima de
la mesita de noche. Cuando después de comer fuimos al camarote, vimos que
“Pepe”, nuestro perro, había hecho de ellos más de cien pasaportes; menos mal
que desembarcamos en España y no nos hicieron falta.
Cuando fuimos a renovarlo le llevamos los restos,
pues no estaban caducados, para demostrar lo que había pasado.