domingo, 3 de julio de 2016


LA VIDA A BORDO... UN POCO DE TODO.   TEMA CINCO

Yo nunca había salido durante mi juventud de la ciudad de Málaga, lo máximo a Granada donde naturalmente nada tiene que ver la ciudad con la mar. Después conocí Cádiz cuando fui para realizar mi ingreso en la Escuela Oficial de Náutica y volví para pasar los exámenes del primer y segundo curso por libre y por último me trasladé a Sevilla para estudiar en la Escuela de San Telmo el tercer curso, aprovechando que mi padre era subdelegado de una empresa de transporte en Sevilla y tenía fijada su residencia allí, lo cual servía para hacerle compañía y podría obtener ayuda en mis estudios por parte suya.  Con todo esto quiero decir que no tenía idea de “mares bravas”, ni de puertos con resaca. Cuando en Málaga me encontraba en el puerto y coincidía con la entrada de algún buque, observaba cómo los amarradores tomaban los cabos que le daban desde el buque y los encapillaban en los noráis tanto los de proa como los de popa y una vez tensados para de contar, el buque quedaba amarrado al muelle listo para efectuar las operaciones pertinentes.

Cuando llegué por primera vez al puerto de Gijón y quedamos amarrados de punta después de una ardua maniobra; todo aquello para mí resultaba nuevo, comprendí perfectamente la gran diferencia que existía entre amarrar en un puerto tranquilo del Mediterráneo y un puerto expuesto a la resaca en caso de mal tiempo. De hecho, en Gijón y en Avilés (en la dársena) siempre se tomaban  las debidas precauciones porque la resaca entraba en puerto sin previo aviso. Para combatir la resaca se usaban los calabrotes, que eran unas amarras no muy largas pero sí de un gran calibre y con una gran resistencia a la rotura, que -debido a su peso- resultaban muy difíciles de manejar. Estos calabrotes eran alquilados por una empresa que de antemano los colocaban junto a los noráis que la Capitanía del puerto le había asignado al buque para amarrar. Después cada movimiento por cambio de atraque, los calabrotes tenían que ser colgados en el buque y trasladados para ser utilizados en el próximo atraque. Estas operaciones las efectuaba el Contramaestre ayudados por los marineros con la antelación suficiente una vez que se sabía la hora del cambio de atraque. La duración de estas operaciones dependía principalmente de la maestría del Contramaestre y sobre todo si se tenían que hacer de noche cuando todos los gatos son pardos. Nosotros teníamos uno llamado Arturo Queiruga Mariño, natural de la Puebla, muy buen profesional y del cual aprendí muchísimas cosas, no solamente de  los oficiales tenía que aprender en mis años de prácticas. Él me enseñó hacer costuras, gazas, piñas, la forma de encapillar un cabo cuando ya había otros encapillados y poder zafarlos sin problemas de los noráis  a la hora de zarpar, en fin, detalles que -a la larga- muestran la diferencia entre un buen profesional y otro que no lo es. Entre Alumno y Piloto navegamos juntos varios años y nos apreciábamos mutuamente. Todos estos detalles no los cuento de forma cronológica sino como se me vienen a la memoria.

Y hablando del Contramaestre, no puedo olvidarme del Carpintero, otra institución a bordo, Cándido Senande Caamaño, sin lugar a dudas gallego aunque no recuerdo el pueblo. Tipo peculiar, no pesaría más de 50 kilos, conservado en alcohol de 96º. Yo me preguntaba al principio qué puñetas tendría que hacer un carpintero en un barco de hierro, pues sí, muchísimas cosas. Trabajaba de forma independiente sin que nadie le dijera lo que tenía que hacer, siguiendo una rutina diaria salvo que hubiera cualquier cosa extraordinaria en la que tuviese que arrimar el hombro, aunque el pobre no estaba para muchos trotes. Como cosa curiosa he de manifestar que todas las herramientas de carpintería que existían a bordo le pertenecían. Entre sus cometidos a bordo: Recuerdo que cada mañana lo primero que hacía era tomar las sondas de las sentinas para comprobar si existía alguna anomalía. Sondaba igualmente los tanques de agua dulce, todo esto lo anotaba en una pizarra que existía en el puente para controlar el consumo de agua dulce. Repasaba las cuñas que servían de apriete a las barras que sujetaban a los encerados de las bodegas, quitaba y guardaba las cuñas a la llegada a puerto cuando se abrían las bodegas. Quitaba los tapones de las sentinas que eran de bronce para evitar que fueran robados y ponía unos de madera. Se encargaba de hacer la aguada. Se encargaba de hacer las encajonadas en caso necesario cuando se aflojaba cualquier remache del alguna plancha del costado. Un sin fin de detalles que lo tenían ocupado toda la jornada. Como he dicho anteriormente estaba conservado en alcohol. Pues bien, un día que se había tomado su conservante en demasía y coincidía con hacer aguada desde un remolcador-aljibe, la diferencia de altura entre el Norte en lastre y el aljibe cargado era muy grande, cuando el amigo Cándido lanzó el tirador para que desde el aljibe le amarraran la manguera, él se fue detrás del tirador con tan mala fortuna que fue a dar con todos sus huesos en la cubierta del aljibe con el resultado de las dos rotulas rotas, lo cual le proporcionó unas vacaciones indeseadas de año y medio. Durante este periodo de tiempo la plaza de Carpintero fue ocupada por su hijo, por derecho propio ya que toda la herramienta les pertenecía.

Del Calderetero ya hablé en su momento, cuando expliqué que servía como objetivo del tiro al blanco del Jefe de Máquinas.  El Contramaestre, el Carpintero, el Calderetero y el Mayordomo formaban el grupo de Maestranza que tenían comedor propio y eran servidos por el Marmitón, aunque el Mayordomo prefería  comer con el Cocinero para poder hablar de sus cosas sin ser molestados.  Los tres restantes formaban un grupo muy peculiar, la voz cantante la llevaba el Calderetero que era el más veterano del grupo y siempre estaban discutiendo.

Un día se presentó el Contramaestre protestando del Calderetero y diciendo que no comía más junto al él porque no aguantaba sus guarrerías, por lo visto el Calderetero no sabía que se habían inventado los cepillos de dientes y la pasta dentífrica y solía quitarse la dentadura delante de todos, limpiarla con una navaja y a su vez esta la limpiaba con un trozo de estopa llena de grasa, ya que solía venir de la máquina sin siquiera lavarse las manos. Toda una historia que demuestra la clase de persona que se encontraba uno en los barcos, a veces más parecido a un zoológico. Lamento terminar mi artículo de hoy con esta anécdota tan poco edificante pero de todo tiene que haber y lo hay en la viña del Señor.

Procuraré que mis próximos recuerdos sean más amenos.  



Capitán Arturo de Bonis

1 comentario:

  1. TUS NARRACIONES, CADA VEZ CON MEJOR ESTILO, ME LLEVAN A UN PASADO LEJANO. MUCHAS GRACIAS ARTURO.

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