martes, 24 de marzo de 2020

Recuerdos de Rogelio Garcés Galindo, Capitán de la Marina Mercante, Master Mariner y Comisarío de Averías


CAPÍTULO XXVIII CAPÍTULO  XXXIV

BUQUE  “CASTILLO DE JAVIER”  -  3er.  EMBARQUE


Vuelta al “Castillo de Monterrey”, con embarque y desembarque en Valencia. Los viajes, iguales que los anteriores, con cemento para Port Everglades, Port Canaveral, Tampa y Puerto Haina (República Dominicana), y volviendo con grano o petcoque.



Mis relaciones con Iberia nunca fueron muy buenas y en varias ocasiones pasé el viaje escribiendo en el libro de reclamaciones, y otras varias en tierra. En esta ocasión tuve que pasar por Madrid antes de embarcar, y al hacerlo en Málaga observé que al presentar el billete no me pidieron que eligiera acomodación; mi billete era de Gran Clase para el Jumbo que, procedente de New York, tocaba en Málaga para seguir ruta a Madrid.

Lo achaqué a que el aeropuerto de Málaga había estado cerrado un par de días por niebla y, por ello, habrían acumulado bastante retraso. Cuando embarqué me dirigí a la zona de Gran Clase y me dijo la azafata que no, pues mi billete era de clase turista, le respondí que era un error de ellos, pues yo había pagado un billete de clase superior. Llamaron a un chaqueta roja y comprobó que, efectivamente, mi billete era de Gran Clase pero que se había producido un error y tenía que viajar en turista.

Como estaba sentado en Gran Clase que, además, iba vacía, les dije que no me movía de allí bajo ningún concepto y que la solución la buscase Iberia pues era quién había cometido el error.

De pronto, y cuando el avión estaba medio lleno, pareció entrarles las prisas, saliendo con muchos asientos vacíos, y muchos viajeros que estaban esperando después de haber suspendido varios vuelos, se quedaron en tierra.

Nada más salir pedí el libro de reclamaciones, con el que me mantuve entretenido hasta que llegamos a Barajas.

A consecuencia de este incidente debieron colocarme alguna anotación de la que me enteré meses más tarde al desembarcar en Valencia.

Le hice el relevo a Luis Domínguez quién me explicó que desde que embarcó un marinero de Lepe, no recuerdo su nombre, lo había tenido frito preguntándole como se conseguía la tarjeta del “Curumato”, traducción “Economato”, del Ministerio de Industria.

El primer día de salida a la mar, como acostumbraba después de comer, pasaba el diario de navegación, hacía los telegramas para pasarlos a Madrid y daba una vuelta por el puente.

Cuando salía con el diario en la mano, los telegramas y algo más, este marinero me abordó en la puerta del despacho espetándome: “¿cómo puedo conseguir la tarjeta del Curumato”?; me dio un ataque risa y no pude contestarle, por lo que, como pude, le dije que lo dejara para más tarde pues ahora estaba un poco liado. Ni qué decir tiene que en cuanto se marchó solté una buena carcajada que duró un buen rato.

El muelle donde atracábamos en Port Everglades había sido construído por la otra empresa receptora de cemento: Continental. Aclararé que tenían que importar cemento porque estaba prohibido fabricarlo en Florida debido a la polución, de modo que lo importaban.

Como dije antes, el muelle había sido construído por Continental, por lo que aunque no fuese suyo, durante veinticinco años tenían prioridad de atraque y no pagaban nada a la Autoridad Portuaria; buen sistema, ya que el dinero para el mismo no salía de los contribuyentes.

Cuando llegamos, el muelle estaba vacío por lo que atracamos, nosotros descargábamos para Rinker y dos días después se esperaba un barco para ellos, por lo que Autoridad Portuaria nos comunicó que debíamos abandonar el atraque y salir al fondeadero hasta que el otro buque terminase.

El telegrama la trajo el ‘Sherif’, todo de negro, del que me hizo firmar un recibo; en él se me decía que a las doce de la mañana del día siguiente, si no habíamos salido tomarían el barco y lo trasladarían del atraque al fondeadero.

Me puse en contacto con Elcano desde donde poco después me fue comunicado que en todo lo referente a este asunto siguiera las directrices de Rinker. Estos me comunicaron que no moviese el buque hasta terminar la descarga.

Sobre las cinco de la tarde volvió el Sherif y le comuniqué la orden recibida de Rinker de no mover el barco. Se marchó sin más para volver unas horas más tarde a comunicarme, a través de otro telegrama que también tuve que firmar, que las órdenes de la Autoridad Portuaria eran que debía abandonar el atraque el día siguiente antes de las doce del mediodía.

El problema estaba en que Rinker decía que se le había autorizado el atraque y que sabía que la otra compañía tenía la prioridad del muelle, pero que para dejarlo libre deberían abonarle los gastos de remolcadores que deberían pagar en las maniobras nuevas de salida y entrada, única forma de no oponerse a dejar libre el atraque. Mientras no le abonasen estos gastos se oponían y no dejaban el atraque.

Sobre las diez de la mañana del día siguiente apareció una ‘tropa’, y al igual que en las películas, tomaron el barco; venían con pistolas, fusiles, teléfonos, etc., más equipados que, como digo, en las películas. Tomaron el puente, la máquina y todo el barco, y el jefe, que parecía ser un Comandante del Coast Guard, se presentó en mi despacho para comunicarme que el barco había sido tomado y que a las doce llegarían los remolcadores para llevarlo al fondeadero, me preguntó si cooperaba en la maniobra, a lo que le respondí que la haríamos nosotros, pero forzados por la circunstancias.

Como digo, tenían el buque tomado, nos habían obligado a parar la descarga y a desconectar las mangueras, y sobre las once y media el buque estaba en condiciones de dejar el atraque.

Sobre las doce menos cuarto, estando ya preparados para desatracar, mientras tomábamos los cabos de los remolcadores sonó el teléfono portátil del Comandante; inmediatamente, éste dio la orden de abandonar al barco, ya que la operación se había suspendido. Se dirigió a mí y me dijo que ahora me aceptaba una refresco. Se fue al rato y aquí no pasó nada.


Esta fotografía la tomé desde lo alto del silo de cemento, mientras efectuábamos la descarga. Unos años más tarde se publicó en la Memoria Anual de Elcano, y cuando me dieron uno de los ejemplares, en una de las visitas a la empresa en Madrid, ‘alguien’ se jactaba de la foto tan buena que había hecho de uno de los cementeros. Como sabía que la foto era mía le pregunté que cuándo la había hecho, desde dónde, y si podía dejarme el cliché para hacer una ampliación. Empezó a darme largas y le dije con un poco de sorna que yo sí le podía dejar el cliché por si lo necesitaba.

Cuando se estaba terminando de descargar una bodega de cemento y las carretillas estaban trabajando, al dar marcha atrás una de ellas golpeó a un marinero tirándole al suelo y pasándole una rueda por encima de una pierna. El nombre del marinero era Paco, aunque todos le llamaban “Siseñor”, porque hablara con quien hablara siempre contestaba así.

Nada más producirse el accidente nos pusimos en contacto con Rinker para que avisaran de que teníamos un herido, mientras lo sacamos de la bodega en una camilla especial; antes de que estuviera en el muelle ya había llegado una ambulancia, otro coche con médicos, los bomberos, la policía, y algunos más que ahora no recuerdo, pero nadie pidió un papel, sólo se dedicaron a reconocer al accidentado al que enseguida mandaron al hospital para hacerle radiografías y todo lo que viesen necesario. Una vez evacuado subió a bordo el Sherif para pedirme datos del hombre y del accidente.

Siempre hacíamos la limpieza de las bodegas en el fondeadero de Port Everglades, incluso cuando el último puerto de descarga hubiese sido Port Canaveral y no tuviésemos que ir a ningún puerto hacia el norte, pues la zona estaba más protegida y podíamos abrir y cerrar las tapas de las bodegas sin problema alguno.

Cuando terminábamos la limpieza de las bodegas de cemento, solíamos celebrarlo con una buena cena, que generalmente siempre solía ser de ostras –un bushell (unos veinticuatro kilos) nos costaba diez dólares–, después un bogavante por cabeza, acabando con un chuletón deshuesado, todo ello regado con vino, champagne o cerveza.

Durante los días que estábamos fondeados, por la noche nos dedicábamos a pescar; había que pegarse bastante a tierra para que la corriente no fuese muy fuerte y se llevase la línea sin dejarla llegar al fondo. Solíamos hacer buenas capturas, aunque no muy grandes, y en ocasiones alguna langosta.


 Esta foto la hice desde el fondeadero de Port Everglades. Los balandros y lanchas se contaban por miles, y constantemente se recibían por VHF avisos de estos barcos que se habían perdido y no sabían regresar a puerto.


Durante el reviro, en la maniobra de entrada a Port Everglades. Enfrente, el canal de entrada y los edificios al borde del mar.


Desde este bar podíamos estar viendo el buque y comiendo ostras con cerveza. Como digo en otro capítulo, había que avisar para que solo las pusieran abiertas y con limón, pues si las limpiaban les quitaban el sabor,  además de que con las salsas que las acompañaban no se podían comer.

En la foto siguiente se puede ver uno de los muchos buques que se utilizaban para el seguimiento de las naves que lanzaban desde la base de la Nasa, muy cercana al puerto.



En la anterior foto, el Siwertell parado y apoyado en el muelle, pues ya hacíamos las descargas nosotros mientras ellos descansaban. En la playita que se puede ver se capturaban grandes cantidades de almejas parecidas a las conchas finas de Málaga.

Como flaqueaba la importación de grano desde USA para España, esta vez nos mandaron a cargar petcoque a Norfolk, así que como no requerían mucha limpieza las bodegas y se presentaba un tiempo bueno, decidí salir para el destino y limpiar durante el viaje.

El último día de limpieza empezó a levantarse un maretón que nos hacía dar unas bandazos muy fuertes, y cuando intentamos cerrar la tapa de la escotilla empezó a bailar no yéndose al agua de milagro; tuvimos que parar sobre uno de los embragues que se utilizaban para subirlas y después, con cuatro polipastos, dos para tirar y otros dos para que no se pudiesen mover, conseguimos llevarla a su sitio después de muchas horas de trabajo.


En Norfolk no cayó una buena nevada. Aquí, estoy en el puente, y detrás de mí puede verse la base militar con varios buques de guerra. Durante la carga apareció en esta dársena una gran mancha de aceite, por lo que vinieron a bordo los del Coast Guard para tomar muestras de todos los tipos que teníamos a bordo. Meses más tarde nos comunicaron que la pérdida fue de uno de los buques de guerra que habían atracado cerca nuestra, por lo que nos presentaban sus disculpas por las molestias.

Cuando se presentaron a bordo pidieron los planos del buque y fueron sacando muestras tanque por tanque, tres tarros de cada uno, firmando ellos y el Jefe de Máquinas los tres y dejando uno a bordo. Los otros dos eran, uno para análisis y el otro para guardarlo por si surgía alguna disputa en relación a las muestras.

En una de las estancias en España en la que María José estuvo a bordo, se encontraban reunidas unas cuantas mujeres en el salón, y una de ellas le comentó con un poco de sorna lo rápido que yo había ascendido a Capitán, pues se solía tardar muchísimo. Y es que me habían pasado de Tercer Oficial a Capitán prácticamente en un año.

Sin darle más importancia le comentó que había que tener en cuenta que su tío era ministro, con lo cual dejó zanjada la cuestión.

Ni qué decir tiene que nunca ha tenido un tío ministro.


Esta foto fue tomada mientras estuvimos fondeados en Barcelona, antes de la descarga. Aquí pasamos un buen susto porque aunque habíamos apeado sobre molinete más de tres grilletes, al dar fondo falló el freno y siguieron saliendo los grilletes sin poder pararlos; menos mal que aguantó el contrete y no se fue todo al fondo.

Desde Barcelona fuimos a Valencia a cargar, y allí me llegó el relevo. Cuando fui a coger el avión, en el aeropuerto estaba de jefe de Iberia José Antonio (Cuqui), marido de mi prima Conchy, quién, en vista de que cuando metían mi nombre en el ordenador aparecía un aviso que indicaba que yo era un pasajero problemático, me tuvo con él en la oficina y embarqué con los pilotos, a quienes les pedí si podía quedarme en la cabina.

Cuando empezamos a coger velocidad para despegar hubo una “caída de planta”, frase usada por los marinos cuando se para el motor principal, por lo que tuvieron que abortar el despegue, quedándonos en mitad de la pista. Fui a mi asiento y enseguida nos dijeron que teníamos que bajarnos pues venían unos autobuses a recogernos.
  

          

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